Sus credenciales son distintas, pero ambos encarnan lo mejor del pop británico de las últimas cuatro décadas. James lo hacen desde la exuberancia. Teenage Fanclub desde la sutileza. Ambos han impuesto, desde Manchester y Glasgow – respectivamente –, la vigencia de dos cancioneros que han sobrevivido a mil modas y tendencias.
Cualquiera que haya visto alguna vez a Tim Booth sobre unas tablas sabrá que es un animal escénico. No pasan los años para el líder de James. Pero tampoco para sus canciones, gestadas desde mediados de los ochenta en una ciudad, Manchester, que se sacudía la melancolía tras la disolución de The Smiths a lomos de la fusión de guitarras y música de baile. James fueron añadiendo acentos épicos a su música a lo largo de los noventa (podrían haber sido unos nuevos U2), pero lo que no perdieron nunca es su facilidad para expedir canciones con aroma a clásicos. Les acreditan casi una veintena de álbumes y temas como “Sit Down”, “Say Something”, “Born of Frustration”, “Laid”, “She’s a Star”, “Tomorrow” o “Waltzing Along”, auténticos himnos populares que en directo se crecen hasta el infinito.
Clásicos de nuestro tiempo, firmes herederos de las mejores melodías de The Byrds, The Beatles y, sobre todo, Big Star los escoceses Teenage Fanclub llevan más de tres décadas alegrándonos la vida con un repertorio impoluto. Emergieron justo cuando la combinación de estribillos fulgentes con el ruidismo y el feedback de las guitarras eléctricas era la norma: los tiempos del grunge, primeros noventa. Pero desde entonces limaron sus aristas para convertirse en una inagotable factoría de gemas melódicas, aptas para ser degustadas a cualquier hora del día o de la noche. Discos como “Bandwagonesque” (1991), “Thirteen” (1993), “Grand Prix” (1995), “Songs From Northern Britain” (1997), “Shadows” (2010), “Here” (2016) o “Nothing Lasts Forever” (2023) son pruebas de su perenne maestría.